Desde el principio, ingresamos al universo del pintor. El sonido de las aguas del Riachuelo y su movimiento en la pantalla, comienzan a invitar a los sentidos. Un poco antes, en el hall del teatro, el piano, coloreado de verde y rosa, con un paisaje delicado y su firma, testimonia la huella. Se nos convoca a compartir la historia de Benito Quinquela Martín y el relato se torna conmovedor, justamente por la forma en que se desenvuelve.
El músico nos avisa que sólo él puede entrar y salir del mundo ficcional que va a retratar, y es éste un modo inteligente de narrar el teatro dentro del teatro. La jerarquía de Filiberto, que viene de otro mundo, lo faculta a romper la cuarta pared, con impavidez y seducción. Sin embargo, necesita para su racconto de la participación de otros intérpretes, que se incorporan desde la actuación, el canto y el baile, con ritmo sostenido y espectacularidad. Pronto, ante nosotros, se despliega la pintura social de la época, de finales del 1800: la monja, el carbonero, el obrero socialista, el portuario, la prostituta, el bombero voluntario, el inmigrante, la vecina suspirante por un amor ausente, en una composición que paradójicamente, produce humor. En este contexto, la multimedia es un recurso poderoso para pincelar imágenes, que resplandecen y se esfuman en la pintura de Benito de La Boca.
El niño nace y es abandonado en la Casa Cuna de Barracas, junto a una nota con su nombre, Benito Juan Martín, y un pañuelo partido, con una flor bordada, que sugiere el anhelo de un futuro reencuentro. La fina textura azul podría indicar que su clase social no conoce la pobreza; sin embargo, el pequeño permanece en la Casa de niños expósitos durante más de siete años, hasta que el matrimonio Chinchella lo adopta, abriga y educa.
Los devenidos padres, Manuel, un inmigrante genovés, y Justina, una entrerriana con raíces indígenas, sólo reconocen la rutina del trabajo diario en la carbonería. La circunstancia económica no los habilita a reparar el tesoro que el niño posee. Benito dibuja con los restos de carbonilla, más tarde, se convierte en estibador, pero cuando va por más desde su don, la rigidez del padre lo empuja nuevamente, a la orfandad. Este giro en su historia, tan duro como su desembarco primero, lo potencia.
Un encuentro azaroso con Pío Collivadino, su ingreso al Conservatorio Pezzini-Stiatessi, donde conoce a Filiberto, y luego la influencia de un maestro, Alfredo Lazzari, moldean al joven, que se convierte en un artista genuinamente popular. Motivado por textos del escultor Auguste Rodin, comprende la importancia de mirar "el propio ambiente". Entonces, pinta su aldea, la poesía de la faena y la explota de color. Retrata la gente común, quiere que sienta que su tarea es visibilizada, que importa...
Cada tanto, se entrega a la fascinación de un mascarón de proa, que escénicamente es objeto y bailarina. Y cuando el deseo es más fuerte que cualquier mandato, simplemente suelta amarras, en una bellísima metáfora visual.
La fascinación por un mascarón de proa
Las luminarias abandonan brevemente, el escenario; se desparraman sobre la Sala y hacia los laterales, donde lucen los murales de Quinquela que, inundados por la mirada de Eli Sirlin, se suman a la puesta en una operación poética. La escenografía viste los parajes recurrentes del protagonista, con dispositivos que se desplazan hacia lo ancho y alto de la escena. La reproducción del puente transbordador encuadra el lienzo viviente, donde esta historia de vida singular se pincela, con gran dinamismo. Desde la estructura imponente, los narradores se asoman de a ratos, para mirarla, al igual que nosotros.
Benito reproduce la esencia de su lugar en el mundo y esto lo distingue, aunque la elite de la crítica culta, porteña, aún no sepa leer las capas gruesas de sus óleos, el vigor de la espátula, la conciencia de su origen. El teatro musical -como los barcos de Quinquela sobre las turbias aguas- los reflejan de manera estupenda: en el "paquete" salón del Jockey Club, durante una exposición de sus cuadros, un animador -interpretado con alta gracia- anuncia la presencia de una artista con igual sintonía, pero en las letras: Alfonsina Storni. Por sobre toda una clase todavía ciega e ignorante, ellos se elevan.
La participación del elenco -muy bien elegido en audiciones abiertas- es espléndida, con coreografías diseñadas y ensambladas rigurosamente, voces afinadas y actuaciones que atraviesan la platea, bajo la aguda dirección actoral de Juan Francisco Dasso, desentrañando cada perfil.
La música -labor destacada de Gustavo Mozzi- se introduce en los lenguajes de La Boca, donde arriba el inmigrante, por tanto, se pasea por una paleta de géneros musicales que imponen un tono festivo a la puesta, en la lucida interpretación de la orquesta. La murga, con un títere de gran tamaño, afirma la comunidad con sus reclamos, y un joven Alfredo Palacios se hace eco de las urgencias.
El vestuario luce impecable, con cambios que se suceden veloz y prolijamente, a lo largo de un espectáculo de aproximadamente 95 minutos.
Y mientras Benito de La Boca pinta su aldea, más universal se vuelve. La porta sobre sus hombros con orgullo, como antes, las bolsas de carbón. Esta preciosa idea de Lizzie Waisse -reconocida docente del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón y a la vez, directora del musical- cruza la versión en modo rotundo y se amarra en la ribera en un momento más que oportuno, recuperando la memoria de un tejido social y la de un hombre con valores a seguir.
En sus diez años en el extranjero, el mundo gira su cabeza para mirar a Benito, las celebridades lo rodean, pugnan por rozarlo... A la manera de la comedia del arte, las máscaras cubren los rostros de quienes lo consagran: la Infanta Isabel, Benito Mussolini, Marcelo Torcuato de Alvear, Juan Domingo Perón. Pero a este humilde trabajador no lo marea la fama, ni siquiera su paso por Nueva York. En la puesta -un cuadro muy bien construido-, el glamour se cuela a través de los vestidos y pelucas de mujeres atractivas, de su bata de seda. Desde lejos, una simple llamada telefónica a su madre, basta para poner en marcha su generosidad; el dinero ganado con su talento se transforma en un conjunto cultural: jardín maternal, escuela primaria, hospital odontológico infantil, museo, teatro. El reconocimiento lo regresa más altruista.
El trabajo de Roberto Peloni en el rol protagónico, es para ponderar; compone un Benito tenaz y, al mismo tiempo, contenido. Claramente, la emoción la vuelca sobre la tela. Como contrapartida, un grado de emocionalidad in crescendo conquista la Sala. El espectador se levanta conmovido, de las coloridas butacas, no sin antes expresar una profunda gratitud, desde el aplauso extendido y algunas lágrimas.
En el teatro que soñó y que lo habita, una versión homenajea con respeto, a un argentino que a su arte le agregó grandeza. ⧫
👏 COMPROMETIDA
Por Patricia Lanatta
➤Funciones/
Miércoles, jueves y viernes, 14:30 h.
Sábados y domingos, 16 h.
➤Teatro de la Ribera
Av. Pedro de Mendoza 1821, La Boca
➤Entradas👇
➥ Benito de La Boca
Dramaturgia y dirección actoral/
Juan Francisco Dasso
Intérpretes/
Roberto Peloni, Rodrigo Pedreira,
Belén Pasqualini, Alejandra Perlusky,
Julián Pucheta, Sol Bardi,
Francisco Cruzans, Jimena Gómez,
Nicolás Repetto, Evelyn Basile,
Tatiana Luna, Mariano Magnífico,
Federico Strilinsky, Nicolás Tadioli,
Florencia Viterbo, Fiona Mastronicola,
Matías Prieto Peccia
Música original y dirección musical/
Gustavo Mozzi
Músicos en vivo/
Violoncello/
Cristina Chiappero
Bandoneón/
Eleonora Ferreyra
Síntesis electrónica/
ARO
Percusión
Agustín Lumerman
Clarinete y saxo alto
Manuel Rodríguez
Bajo
Máximo Rodríguez
Piano
Santiago Torricelli
Diseño sonoro/
Sebastián Verea
Coreografía/
Gustavo Wons
Iluminación/
Eli Sirlin
Escenografía y vestuario/
Marlene Lievendag, Micaela Sleigh
Dirección de arte/
Marlene Lievendag
Fotografía
Carlos Furman
Idea original y dirección general/
Lizzie Waisse
Edad sugerida/
Desde 10 años